Pocos misterios de la fe son tan desconcertantes como la presencia constante del pecado en la vida del creyente. Por una parte, los cristianos ya no son esclavos del pecado. Por otro lado, nos encontramos sacudidos por ella, luchando diariamente contra impulsos y neurosis conflictivos, atrapados en medio de un tira y afloja cósmico entre deseos buenos y malos. Qué debemos hacer con esto? Cualquiera que sea nuestra creencia teológica, en la práctica la lucha es universal. La verdad honesta es que no somos tan buenos como nos gustaría ser. En otras palabras, la respuesta a la pregunta " Podría ser mejor?" Es siempre un sí rotundo. A lo largo de la historia de la Iglesia se han planteado diversas respuestas a este problema: Fe insuficiente. Falta de fuerza de voluntad. Santificación incompleta. Sin embargo, todas estas respuestas imaginan un tipo de progreso en el que nos desprendemos de nuestro antiguo "pecador" y experimentamos una especie de metamorfosis en el nuevo "santo". Pero coincide realmente esta explicación con lo que experimentamos? Se cumple consistentemente este principio operativo en las vidas de los grandes héroes de la fe? Y lo más importante: está realmente en línea con todo el consejo de Dios? Qué pasaría si hubiera otra opción, una forma de entendernos a nosotros mismos que evitara las explicaciones simplistas del tipo "o esto o aquello" y propusiera un enfoque más honesto del tipo "ambos y"? Qué pasaría si hubiera una manera de ser realistas acerca de nuestros fracasos y al mismo tiempo insistir en que, en Cristo, ellos no nos definen? Bienvenidos a la doctrina de la reforma del simul, donde nos encontramos pecadores y justos, quebrantados y redimidos, y, sobre todo, amados incondicionalmente por el Dios que pasa por alto nuestras faltas por causa de su Hijo.